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La otra mañana, a eso de las seis, me
desperté con esta pregunta en la cabeza: ¿Qué pasaría si Franz Kafka viviera
ahora, siendo un total desconocido, e intentara buscar un editor? Esta
pregunta, sin duda, nace de la afirmación de un amigo que dice: “Los grandes
escritores del siglo XX serían rechazados hoy en todas las editoriales, por lo
menos en las de España.”
Un modesto escritor,
llamado Franz Kafka, dormía acurrucado con un par de mantas en un colchón. Era
viernes y no había ido a trabajar porque estaba enfermo, tenía una incipiente
bronquitis y no paraba de toser. Ya desde pequeño su salud se mostró bastante
frágil, sobre todo en las vías pulmonares, y ahora, por ser invierno, era
proclive a enfermarse con facilidad. Entre el compás de su forzada respiración
de pronto escuchó el timbre de la puerta, por lo que se levantó casi tiritando,
con una manta sobre los hombros, para ver quién llamaba con tanta insistencia.
Al abrir, pudo comprobar que era la señora encargada de limpiar la escalera
que, en sus manos, traía una carta con membrete.
–Esto estaba encima de los
buzones, señor Kafka. Es para usted –dijo la señora.
–Gracias –dijo al
recibirla.
–Y cuídese, que no le veo
muy bien –añadió antes de irse, a modo de despedida.
Franz Kafka miró el
remitente y vio que se trataba de la editorial Adiagrama (la del prestigioso
editor Juan Iturralde), sita en la ciudad de Barcelona. Hacía justo dos meses
les envió un original, sin ser un ejemplar solicitado, y le extrañó que le
contestaran con tal prontitud. Con la emoción casi se olvidó del frío, de su
malestar y de la tos, pensando que podían haber aceptado su novela. Abrió el
sobre y extrajo una carta que decía:
28/02/2007
Estimado Franz Kafka,
Sentimos comunicarle que, debido al
exceso de títulos contratados, nos resulta imposible incluir EL PROCESO en
nuestra programación, sin que eso suponga un juicio negativo de su obra.
Confiamos en que no tenga problemas
para su publicación en cualquier otra editorial con menos agobio de títulos y,
agradeciéndole haya pensado en Adiagrama, le saludamos muy cordialmente.
Atentamente, Laura Carral.
Le recordamos que no nos resulta
posible devolver los originales no solicitados, a no ser que el autor lo recoja
por sus propios medios en el plazo de un mes de esta carta.
Editorial Adiagrama.
Así era esa carta de
rechazo, una de tantas, pero esta vez de su editorial predilecta. El contenido
venía a ser el mismo de las demás editoriales, casi con idénticas palabras, de
la amable carta que le imposibilitaba publicar y que, de plano, le arrojaba al
ostracismo. Había pedido informes por Internet, enviado la información
requerida y algún que otro original, pero ningún editor del mundo tenía interés
en publicar su novela. Tanto tiempo y tanto esfuerzo para escribir una novela
incomprendida, sin valor comercial, una rareza literaria sin sentido para
cualquier editor, cuando el predominio del género novelístico oscilaba entre
historias de misterio y ambientaciones de relatos históricos. Su novela, sin
duda, era vista como la obra excéntrica de un loco, algo anodino y sin sentido
para cualquier lector, una apuesta estética inútil y, por tanto, un producto
desechable. Total, Franz Kafka era un don nadie, un escritor sin futuro, un
asunto menor, un fracasado para cualquiera y para él mismo. “Ya podía ponerse a
trabajar en vez de escribir semejante basura”, debían pensar en las editoriales
donde envió el original de El Proceso.
Pero Franz Kafka escribía
por una necesidad visceral, porque era un artista al que no le importaba pasar
hambre y sufrir penalidades con tal de seguir adelante con su pasión. Ésa era
su vida y su sueño, su apuesta.
Él era un emigrado checo que decidió abandonar
el hogar familiar, e incluso su país, después de haber sufrido un desengaño
amoroso, lo que le sirvió de pretexto, además, para librarse de un insufrible
padre al que estaba cansado de soportar. De tal modo que en compañía de su mejor
amigo, Max Brod, tomó rumbo hacia tierras españolas con destino a la ciudad de
Madrid, donde ambos alquilaron un pequeño apartamento en el barrio de Tetuán.
Ese viernes, cuando abrió la puerta para recibir la carta, su amigo Max se había
ido como de costumbre a trabajar, y él estaba solo y enfermo entre las
estrechas paredes de lo que suponía su nuevo hogar. Encima de la mesa estaba su
vieja computadora portátil, que compró de segunda mano, y dentro de ella un par
de novelas y algunos relatos. Pensó, entonces, que empezaría una nueva novela,
de un castillo que estaba siempre a la vista pero que era inalcanzable, donde
todos los caminos conducían a él y por ellos nunca se llegaba, donde se sabía
de sus habitantes pero difícilmente se dejaban ver. Era la metáfora de esa
incapacidad de publicar sus escritos, de editoriales que eran castillos de
burocracias inexpugnables e incapacidad. Ahora, no podía hacer nada más que
escribir esas historias, que sólo él y su amigo Max comprendían, para olvidar
los infortunios de su vida sumergiéndose en la literatura, cuando se preguntaba
si algún día su trabajo vería la luz pública. Así, influido por estos
pensamientos, se pasó toda la tarde escribiendo, con la tos y la manta sobre
los hombros, algo que empezaba así:
Cuando K llegó ya era de noche. La aldea estaba cubierta por una espesa
capa de nieve. Nada se podía distinguir en las alturas, sumidas entre niebla y
oscuridad, y ni siquiera la más débil luz indicaba la presencia de un gran
castillo. K se quedó un buen rato de pie en el puente de madera que unía la
carretera con el pueblo, elevando su mirada hacia un vacío penetrante.
Ésa era precisamente la
imagen de su vida, todo brumas y oscuridad a su alrededor, incomprensión por
todos lados ante su forma de entender la literatura, con un estilo tan peculiar
de laberintos conceptuales que a la vez buscaban una justificación por medio de
un proceso racional, donde el protagonista de sus historias chocaba contra esa
muralla de convencionalismos inamovibles, los mismos que él padecía con la
industria editorial. Pero él, a pesar de todo, no podía dejar de escribir y
escribir…
Max Brod llegó del trabajo,
envuelto en un abrigo largo y con la cara enrojecida por el frío, pero con una
sonrisa por estar de nuevo ante la presencia de su admirado y gran amigo.
–¿Cómo te fue, Franz?
¿Estás mejor? –fueron sus primeras palabras.
–Hoy es un gran día para mí
–contestó–. Empecé una nueva novela que se llama El Castillo.
En ese momento, Max Brod
vio sobre la mesa la carta de la editorial Adiagrama que cogió para leer.
–Podía haber sido un mejor
día… –dijo con tristeza.
–No te preocupes, lo
importante es creer en lo que haces por encima de todas las trivialidades que
nos acosan, sin perder los ánimos para continuar con lo que un día decidiste
hacer.
–Eso no lo dudo Franz –dijo
Max con una leve sonrisa–, pero creo que deberías hacer algo más que escribir.
–¿Algo como qué?
–Tú lo que necesitas son
lectores, eso es lo importante. Si la industria editorial te rechaza, lánzate
como escritor por Internet y demuéstrales de lo que eres capaz. Tú, mi querido
amigo, eres un buen escritor que no merece el desprecio de un grupo que sólo
mira por el dinero, mientras rechazan el arte. No dejes que nadie eche por
tierra tu sueño de ser escritor, porque tú ya lo eres, de eso no tengo ninguna
duda.
Franz Kafka se quedó
pensativo por unos instantes, tosió un par de veces, y levantó la cabeza para
mirar a su amigo, con esos ojos oscuros que siempre denotaban cierta
melancolía, y dijo:
–Seguiré tu consejo… De
nada necesito a los que no valoran mi trabajo… Me lanzaré como escritor por
Internet, para encontrar lectores que no se conformen con lo que el mercado
editorial les trata de imponer como literatura de calidad, cuando muchas veces
no lo es… Les demostraré, como tú dices, de lo que soy capaz, que la literatura
es un arte que nada tiene que ver con el comercio, que la literatura no son
hamburguesas de McDonald’s ni latas de Coca-Cola, que la literatura se merece
mucho más que ser vilipendiada por actos de mercadotecnia...
Ahora Franz Kafka se
expresaba con entusiasmo, pues, desde luego, no iba a dejar que nadie pisoteara
sus sueños, lucharía por hacerse un lugar frente esa industria editorial que había
perdido, en gran parte, la vocación de servir al engrandecimiento de algo que
se estaba olvidando, para pasar a un descolorido pastiche de lo que decía o
ambicionaba ser.
–¿Quién publicaría hoy a
autores como Thomas Mann o Marcel Proust? –se terminó por preguntar.
Max Brod, al escuchar lo
que era una queja más que una pregunta, una crítica feroz, una realidad, soltó
una carcajada que rebotó en las paredes del pequeño salón, mientras se
despojaba del abrigo.
–Bien lo dices, mi querido
Franz… Bien lo dices…
–¡Ya sé lo que haré!
–exclamó Franz Kafka, ante una idea repentina–. Publicaré en un blog, como
novela por entregas, La metamorfosis.
Creo que la historia de Gregorio Samsa, que de un día para otro se convirtió en
un repelente insecto, será ideal para publicar en Internet.
Y los dos amigos decidieron
abrir una botella de vino tinto de Rioja, para brindar por todos aquéllos que
creen en la salvación de la literatura.
–¡Bienvenido sea Internet,
porque muy pronto por ahí surgirán grandes escritores!
Exclamó Max Brod, entre el tintineo de los dos vasos al chocar
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